El joven Boreby
Boreby es una voz guaraní con que se designa al tapir (llamado también anta). Me parece bella y más enigmática que sus equivalentes en idioma castellano. La escuché desde muy temprano asociada al río, a los incendios o al rojizo atardecer, y la trajiné con la intención de usarla como se debe en algún momento.
Ni sospechaba que la ocasión se daría en una casa en plena construcción —en la ciudad de La Paz— donde conviven Pinky, una lasye de buen pelo e intachable comportamiento, y Lobo, un abuelo recogido de la calle que al cabo de unos años recuperó su peso y volvió a confiar en sus semejantes.
De tanto en tanto, Pinky suele parir una media docena de cachorros que van a dar a casas de vecinos o de meros desconocidos, en calidad de regalos. Entre la penúltima tongada de crías llegó uno bastante menudo y que se demoró más de la cuenta en abrir los ojos y mirar el mundo.
A ése lo aparté, por puro instinto, por cariño preliminar o por afecto a primera vista. Se fueron todos, menos él, que quedó retozando bajo el nombre de Boreby, como hijo de Pinky y nieto adoptivo de Lobo. Su pelo es menos fino que el de su madre, pero del mismo color castaño, que contrasta con el negro reluciente de su abuelo.
Meses después, Boreby dejó de llorar y dejó también de inmiscuirse en los asuntos de su madre, salvo a título de camarada menor, jovial y pendenciero durante el día y de oído alerta en las noches. Aunque al comienzo su relación con Lobo estuvo marcada por la insolencia propia de su edad, muy pronto empezó a prodigarle el respeto que merecen los ancianos. Y así, Boreby, edipillo en ciernes, ganó en independencia, porque algo le advirtió que debía orinar como hombre mayor, puesto que estaba de cuatro patas en el umbral de los adultos.
Cuando después de la medianoche pasan atropellándose sombras y voces, Pinky duerme a pierna suelta, y Lobo se considera chicato y sordo sin remedio, en consecuencia, no presta atención a esos fugitivos seres. El único alzado en armas es Boreby que en lugar de ladrar, como hacía en sus horas de principiante, aguza los oídos y descifra con la mirada y el olfato el misterioso tránsito y las no menos misteriosas voces.
Uno puede dormirse, pero Boreby sigue velando y es probable que merced a su oficio de guardián hubiera aprendido a reconocer todas las figuras que descienden y suben por la calle: los tullidos, los graduados en ciencias económicas, los borrachos, los políticos, los recién llegados de lejanas comarcas, los banqueros, los afligidos y los estudiantes de Física, inconfundibles incluso para un perro llamado Boreby.
Al día siguiente, Boreby es el primero en dar vueltas por el patio, con renovado vigor y torpeza, impropios de una Pinky o de un Lobo, por educación en la primera, y por experiencia en el segundo. En el caso de Boreby prevalece, ante todo, un mundo inhóspito, resabio de otras edades y de otros desiertos, sin que por ello sea indiferente al afecto que le demuestran los propietarios del edificio a medio construir. Lo empuja, pues, la memoria de su especie, y lo detiene el mundo civilizado, donde morder no es un delito, siempre que el individuo mordedor no sea el perro.
Konrad Lorenz, una eminencia en la etología, hubiese considerado a Boreby un ejemplar típico del perro salvaje que vacila entre sus instintos y la inteligencia que conviene acumular para no sobresaltarse o tronar entre los hombres. Supongo que por eso Boreby juega durante el día y es, también, un melancólico nocherniego, porque para él las voces de las sombras y del viento no son nimiedades, sino la envoltura fatal del misterio que otros llaman porvenir.
Jesús Urzagasti, Escritor
me encanto tu articulo
Sigue publicando articulos!!!!
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