La necesidad de quejarse es irrenunciable
En el año 1914 explotó una de las dos más grandes estampidas bélicas de la historia. Luego, cuando se supo que no sería la única; pasó a la historia como la Primera Guerra Mundial.
Puedo imaginarme vagamente toda aquella devastación. Miles y miles de muertos y mutilados, gritos y explosiones retumbando en escenarios lúgubres. Todo impregnado de polvo, fango, olor a pólvora y a cadáver. La luz del futuro velada por el humo ciego de las ambiciones humanas.
También imagino los cuerpos casi vivos esparcidos por el suelo. Manos extendidas suplicando otras manos. Cada combatiente siendo uno de los sobrevivientes provisionales del último minuto, de la última detonación. Y también oigo los quejidos, los lamentos y el dolor.
Hasta entonces, Alexander Fleming no había descubierto la penicilina. Muchos no quedaban exánimes por las heridas sino por las infecciones. Lo único que podía ayudar a vivir eran los pocos antisépticos y, sobre todo, las amputaciones.
Los lamentos no, los lamentos eran inútiles. Pero todavía así, los heridos insistían en quejarse. Ya con poca agua, con pocos alimentos exhalan el espíritu en el dolor. De nada les sirve, pero continúan avisando su sufrimiento. Usan el lamento sobrado para derramar las últimas gotas de vida...
Hoy muchos estamos felices de vivir en paz, nuestras condiciones parecen paradisíacas. Eso claro, si las comparamos con aquellos campos de batalla. Sin embargo, seguimos quejándonos. Es una de las prácticas más usuales de los seres humanos desde el nacimiento. Cada etapa de la vida le da nuevas formas y la perfecciona.
Ciertamente no siempre con las quejas se puede resolver algo. Por lo que algunos se han preguntado cuál es la utilidad de quejarse. Luego, después de responderse que carece de fin práctico han hecho sus propuestas. Han dado el consejo de abolir toda queja, toda crítica y todo lamento.
Al hacerlo, sin embargo, un adulto abandona uno de los canales de alivio más importantes. Nadie es tan tonto de creer que meramente con la queja sus problemas serán resueltos. Pero la queja es necesaria y eventualmente ayuda a la gente a sentirse mejor. Además quejarse, a veces constituye no solo un derecho sino también un deber. Hay muchas acciones injustas que merecen un llamado de atención.
Se conoce hace mucho tiempo que quejarse puede curar el espíritu. Es una práctica frecuente en muchas religiones. Y algo parecido ocurre durante las confesiones religiosas. Es cuando cada feligrés se queja de sí mismo ante alguien que lo escucha. Y al salir de la iglesia siente haberse librado de una pesada carga.
El psicoanálisis también echó mano de esa herramienta de la cultura. El terapeuta permite, incluso pide, que el paciente se queje. Lo estimula a hacerlo sin ninguna vergüenza. Y eso ayuda a sanarlo. Es lo que ellos llaman catarsis. Quejarse y criticar, cuando no sea excesivo, ayuda a ser feliz.
Al alguien quejarse cuando menos se puede sentir escuchado a sí mismo. Si otros lo apoyan se siente acompañado y ve sus fuerzas multiplicadas. Su moral se levanta y se siente con más ánimos para seguir soportando.
Pero las quejas no tienen solo un valor espiritual o de alivio psicológico. También tienen una utilidad práctica. Porque si alguien señala los problemas al menos tienen una probabilidad de resolverse algún día. Si nadie se queja y todos se quedan callados, sus inquietudes jamás serán resueltas. Hay veces que es necesario protestar para que haya cambios necesarios en nuestras vidas. No hacerlo y dar a entender que estamos de acuerdo con todo no sería muy sincero. Y por lo visto, ni siquiera sería práctico.
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Alejandro Capdevila





































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