Un recuerdo de mi madre
Muchas fueron las emociones que sentí cuando me enteré del estado de mi madre: dolor, temor, hasta incredulidad, pero sobretodo sentí pesar. Recordé que la última vez que hablé con ella se había quejado de varias cosas. La lista de enfermedades y dolores que tenía era tan larga ,que durante la conversación me empecé a preocupar más de lo que me iba a costar el teléfono que de la necesidad que ella tenía de que yo la escuchara. No me di cuenta de la soledad y el dolor que estaba sintiendo. Esto es lo que más me pesa ahora.
Todos, mi esposo, hijos y yo estuvimos de acuerdo que debía irme lo antes posible. Yo quería pasar mi madre todos los minutos que le quedasen de vida y ella también me quería ver. Llegué a Madrid la mañana del veinte de abril. Mi madre se alegró al verme: “Has llagado a tiempo”, me dijo con un suspiro de alivio cuando entré en su cuarto.
Los días siguientes vinieron cargados de dolor, de expectación y de esperanza. Familiares lejanos y cercanos vinieron de todos los rincones de España para verla por última vez. Le hicieron muestras de atención, de amor y de cariño, lo que ella tanto había necesitado toda su vida.
Se decidió en la familia que mientras estuviera con nosotros no se la iba a dejar sola en ningún momento. Todos los hijos nos turnamos para cuidarla y para pasar las noches en el hospital con ella. Para mi las noches fueron duras. Temía verla morir, pues no sabía si podría soportar el dolor. El Señor, como de costumbre, obró en formas misteriosas.
Yo cría que el tener la muerte tan próxima solo podría causar confusión, temor y mucho dolor, pero vi que lo opuesto también es posible. Así pasó con mi familia. Esta experiencia nos produjo paz, nos liberó del temor a la muerte, y sanó las relaciones de familia. Nos dio paz el saber que se nos iba a un lugar de descanso donde se encontraría con sus seres queridos que ya habían dejado esta vida. El temor a la muerte perdió su fuerza pues se iba con Jesús. La sanidad en las relaciones de familia fue el fruto de la acción de perdonar y ser perdonado.
Yo, al igual que el resto de la familia nos sentíamos fortalecidos cuando mí madre nos hablaba de Jesús,. La fe que percibíamos en sus palabras nos daba valor. Ella sabia a donde iba y Quién estaría allí para recibirla. “Ya me voy con Jesús”, le decía a las enfermeras. Varias veces nos pidió que le leyéramos unas poesías que había escrito: Un Canto a la Creación, El Zapato de un Niño, y El Canto de los Redimidos. Mi madre era poeta y estaba muy orgullosa de serlo. También era una mujer de gran espiritualidad.
Yo creo que ella ya sabía hacía meses que su partida estaba próxima. En junio de 1994 escribió El Canto de los Redimidos, una poesía preciosa que sin duda fue inspirada por Dios. Empieza con estas palabras:
Cuando ante Jesús me encuentre
Y hable con El cara a cara
Me dirá: Ya estás aquí
Has entrado en tu mora
Me adorarás con los santos
Llevando en las manos palmas
Creo que desde que escribió esta poesía, sospechaba lo que pasaría pronto, exactamente un año después.
Una de las noches que pasé en el hospital fue muy especial. Mi hermana Gloria la ha nombrado sabiamente “la noche mística. Sus cuatro hijas estábamos en el hospital con ella, y pensábamos que esa sería su noche final. Mi madre nos habló para consolarnos y darnos valor. Nos dijo: “Cuando parta, no sufráis. Me voy con el Padre y le pediré por vosotras. No tengáis temor”. A cada una nos dijo algo especial, palabras de gran valor que guardamos en lo más profundo del corazón. También habló del trono de Dios y del Cordero. Verdaderamente aquella fue una noche mística.
Ya llevaba en Madrid tres semanas y el estado de mi madre parecía mejorar, pero la herida de la operación no sanaba. Los médicos no sabían que pensar o hacer. Yo también estaba desorientada. Tenía el billete de regreso para el lunes siguiente y no sabía que hacer, si irme o alargar mi estancia.
Habían pasado unos días cuando los médicos decidieron que la volverían a operar y cortar alrededor de la herida con la esperanza de que el nuevo corte pudiera cerrarse. Empezaron a prepararla para la próxima operación a la ves que yo hacia preparativos para mi regreso. Me marché ese lunes temiendo que ya no volvería a verla viva. “Yo llores Dori, que vas a volver”, estas fueron las últimas palabras que me dijo cuando la besé para despedirme.
Sí volví, a las tres semanas. La operación nueva fue un éxito que duro solo diez días. Yo, así como el resto de mi familia, esperaba verla fuera del hospital y cuidarla en su casa. Mis esperanzas se desplomaron cuando recibí la ultima llamada. “Vuelve tan pronto como puedas”, me dijo Gloria, “el médico dice que es el principio del fin”. Y así fue.
El avión aterrizó en Madrid a la una y media de la tarde del 15 de junio de 1995. Ella se había ido con amado Redentor a las doce del mismo día. Las palabras de su poesía le proclamaron la verdad a mi acongojado corazón:
Ahora tendrás descanso
De cuerpo, espíritu y alma
Vivirás eternamente
En esta gloriosa estancia
Que son los cielos más altos
Donde los ángeles cantan
El legado de nuestra madre abarca mucho mas que las palabras de sus alentadoras poesías. Nos ha dejado su fe, su amor y su esperanza. La vida de mi madre continúa en la eternidad y allí, yo sé que toda nuestra familia nos reuniremos de nuevo.
Escrito por Dori Kelsey.

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