Rosas para los enamorados
Las diferencias entre Occidente y Oriente son numerosas. Una de ellas ha sido señalada por el profesor D.T. Susuki, mediante un ejemplo literario: el poeta inglés A. Tennyson tiene al frente una rosa, quiere acceder a su misterio y cree conseguirlo arrancándola. El poeta japonés Matsuo Bashó también se halla ante una flor y siente el hálito de su misterio pero se conforma con observarla perdida en los confines del campo.
Nosotros no somos japoneses, por lo tanto podemos cortar las flores y lucirlas donde mejor nos parezca. Y también venderlas al que no tiene tiempo para cultivar un jardín. Es un negocio de aromas, totalmente inocente al lado del oficio de quienes recurren a la trampa para garantizar el éxito de sus empresas.
Y aunque los incrédulos piensen lo contrario, el negocio de las flores es rendidor. La prueba está en que muchos países latinoamericanos —principalmente Colombia— las exportan en grandes cantidades.
Bolivia también se ha sumado a ese grupo galante. Desde hace algún tiempo una asociación de floricultores llega a Miami con ramos de rosas para ayudar a los norteamericanos a festejar el Día de los Enamorados (o Día de San Valentín).
Resulta cuando menos curioso que los países tenidos por productores de drogas también exporten flores hacia la nación que los acusa de ser demasiado permisivos en materia de narcóticos. (Hace algunos años Estados Unidos atajó la entrada de rosas procedentes de Colombia en represalia por la supuesta complicidad de sus autoridades, que habrían impedido la extradición de un narcotraficante.)
Es indudable que el negocio de las rosas es infinitamente más puro al lado del comercio de estupefacientes. Pero hasta en la actividad más inocente, o inocua, se esconde un mortal peligro.
¿Acaso no sucumbió Rainer María Rilke al pinchazo de la espina de su rosa preferida? ¿Tenía sus razones Basho, aquel maestro del haiku, para pensar que ciertas bellezas del mundo sólo consienten la felicidad de la mera observación? ¿En lejanos tiempos, qué secretos motivos llevaron al aymara a convertir en ritual compartido —en ceremonia colectiva— el sencillo acto de masticar la hoja de coca?
Jesús Urzagasti, Escritor
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