Los desaparecidos
En la Viña del Señor hay gordos, flacos, altos, petisos, morenos, blancos y un largo etcétera. Unos estornudan con frecuencia y van al fútbol, otros son sentimentales al divino botón; algunos saben que nacieron sin parientes, otros tienen hijos y sobrinos al por mayor; unos viajan con los ojos abiertos y algunos duermen incluso cuando caminan; unos son memoriosos y otros muy chistosos. A la hora de la verdad, estos individuos saben que la cita con la muerte es ineludible: los precavidos se preparan y los confiados esperan la sorpresa.
Hay, sin embargo, una categoría que se zafa de cualquier enumeración. Se trata de los ‘desaparecidos’, aquellos que una noche cualquiera no llegan a cenar y se pierden sin dejar rastros.
El único alimento de un ‘desaparecido’ es la esperanza de retornar a la casa, reconocer una antigua verja, el jardín sumido en las sombras, los sonidos familiares, una fragancia que nada tiene que ver con pesadillas urdidas por fantasmas. O por los que se creen dueños de vidas y fantasmas ajenos.
Pero también el ‘desaparecido’ entiende, a la larga, que es inútil la ilusión de volver a acariciar los cabellos de la esposa o el rostro del hijo. Todos han crecido tan pendientes de su ausencia, que lo consideran un habitante de aquellas regiones que la vida y la muerte no han podido tocar.
Porque un ‘desaparecido’ es eso: un ser superior a la muerte, pues nadie se anima a decir que lo ha visto morir —menos el que lo ha hecho desaparecer; y está más allá de la vida, porque no desayuna con nadie pero silba en la oscuridad como un romántico que desea la luz para los demás.
Ningún régimen oprobioso ha querido reclutarlo para poner bombas, ninguna democracia le ha devuelto su perfil de hombre que vota sin ser visto. (No en vano en un censo realizado en la Argentina, los familiares de los treinta mil desaparecidos durante la dictadura militar 1976/1983 los registraron como miembros de sus hogares, aunque ya no tomen café y se limiten a permanecer en la memoria de los suyos como extrañísimos difuntos).
Un candidato a ‘desaparecido’ es el que no transa ni capitula, cosa fatal en cualquier circunstancia. Sobre todo cuando capitular y transar son normas que impone el patriota de turno.
Ya en calidad de ‘desaparecido’, es el que verdaderamente reelabora las normas humanas que borraron sus verdugos. Pues con su desaparición eliminó las fuerzas que le impedían perpetuar su imagen entre las innumerables imágenes de una colectividad.
Eso no es nada. Un ‘desaparecido’ es el que vuelve a entonar las canciones de su época a través de sus herederos, cuando los que autorizaron la censura hace rato que se extraviaron en el bosque de sus propios fantasmas.
¿Por qué asombrarse entonces de que quienes han hecho desaparecer a tantos ‘desaparecidos’ teman a tribunales que hasta hace poco creían inexistentes?
No hay de qué extrañarse: los ‘desaparecidos’ son los que dan sentido a la democracia cuando los chacoteros abusan de la libertad.
Jesús Urzagasti, Escritor
Si, mi padre es un desaparecido
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