La ansiedad de charca de la oposición política venezolana
Con el año nuevo, vi llegar a la oposición política venezolana a la Asamblea Nacional y no dije nada. Me resistí. Caminé un poco para conjurar quizás la propensión que me embargaba de abrir mi bocota para escribir. Y lo logré (hasta hoy): no dije nada, no, y me entregué a la lectura de las noticias e interpretaciones que sobre los hechos vació la prensa y la INTERNET.
Me dije: “Ahí está, ¿para qué escribir yo, si puedo leerlo de manos de los camaradas analistas y hasta antagonistas políticos?” Y así se hizo. Leí, y supe que nada nuevo tenía que aportar al cuento. Lo de la oposición fue una barrada.
De hecho, aún nada nuevo tengo que aportar al cuento del tan esperado advenimiento de la oposición venezolana al parlamento, lugar de donde se había retirado voluntariamente cuando intentó deponer (sempiternamente) al Presidente de la República con otro de sus ya manidos golpes de Estado, aquella vez parlamentario. Los hechos fueron un pastel de barro y ya.
Pero ¿qué? ¿Cómo queda uno con ese cargamento emocional por dentro, tratando de desalojarlo ─vanamente─ en la lectura de los escritos de otros? Uno tiene que descargar por cuenta propia, así lo que diga parezca reiteración de lo dicho por otros. La cuestión es la tranquilidad personal, producto del acto de la “misión cumplida”, ese efecto reparador de la catarsis política.
No de otro se entiende el voto. Hay que ir a votar; tienes que hacerlo por cuenta propia, a tu manera y con tu mano, para celebrar, castigar, apoyar, matar, Etc., al objeto de tus pasiones en primera persona. Jamás la venganza o un abrazo se disfrutan tanto como cuando se vive de primera mano. Y aquí digo que nunca he podido entender a mi suegra, chavista rajada, cuando ella se frustra por no poder ir a votar, pero se repara mandando a hacerlo con sus hijas. Es mejor decir “cerdo” o “charca” por sí mismo.
En fin, digo lo mío, y esto es que me venía del año viejo relleno de expectativas por disfrutar (el término no es excesivo) del retorno del muchacho rencoroso a casa, curtido en la experiencia de la rectificación. Ya saben, recapacitado de los hechos del pasado, mismos que se les perdonaron hasta con crucifijo en mano, cuando se le llamó a la reconciliación; recapacitado en el hecho de que un líder político no cae así como así, por mero capricho personal, cuando se cimienta en un importante apoyo popular, cosa que debiera enseñarle de una buena vez la inutilidad de las opciones golpistas (malo, puedes matar a un líder, pero muerto será un símbolo, y la cosa peor); recapacitado en civismo, en la comprensión y convencimiento de seguir las reglas del juego para vivir en democracia, respetando el contenido representativo popular de la contraparte; y recapacitado, primordialmente, en el grande error cometido de disponer a su antojo del apoyo que delegaron en él sus votantes, sentimiento que volvió trizas al abandonar sus escaños parlamentarios.
Como se ve, el evento no dejaba de revestir importancia. A la par que el muchachón malcriado de la oposición venezolana volvía al pupitre, se esperaba sorprendiera favorablemente a todos con su repensada actitud, hecho que en nada comporta humillación si de viejo sabemos que reconocer errores es de sabios. Inclusive, había que superar el malestar de que cuando el muchachón se fue malcriadamente de la Asamblea despreció una marca de 79 diputados propios contra 86, muy diferente a los 67 de hoy contra 98 del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Es decir, un cuadro disminuido. Él mismo tenía que coscorronearse y repetirse “¡Eso no se hace, muchacho gafo, eso no se hace!”, con todo lo infantil que pudiera parecerle.
El hecho fue que mi expectativa se fue al suelo, hacia la profundidad del barranco, hacia lo cenagoso de la charca, cuando en la primera sesión parlamentaria del año nuevo descubrí a un Alfonso Marquina ─delegado para estrenar la voz de la flamante representación opositora─ enfilar un discurso retador, bravucón y obstinado en los viejos errores contra un gobierno que se le antojaba la perdición de la patria, peor que cualquier otro que hubiera pasado en la historia del país. De hecho, como para recalcar que lo presente en nada merecía la comparación esplendente del pasado, el diputado se lanzó con un discurso copiado en el estilo de Rómulo Betancourt, el infausto adalid de la IV República. Y así sembró la semilla y el futuro árbol de la discordia, inúltil para reconciliaciones. Recibió su contrapeso en la contundente respuesta que el diputado Earle Herrera entonces le diera.
Posteriormente, ya con un sabor a fracaso cívico por el país en el alma, con un aliento de expectativas caídas, se vio venir otra sesión parlamentaria donde el diputado Julio Borges terminó por hundir el bote en la charca de la desesperanza, aparentemente de un definitivo trancazo. Y dígase que fue cosa increíble, porque después del capítulo primero, donde el diputado Earle zarandeó la máscara inmoral de Marquina, no podía uno imaginarse que pudiera pasarse pena mayor ante un público nacional que presenciaba el evento a través de las cámaras de TV. En mi opinión, de modo irresponsable (aún había tiempo para reconciliar), el diputado Borges persistió en caminar la senda de confrontación inaugurada por Marquina, con la consecuencia, primero, de ser humillado por el diputado pesuvista, Diosdado Cabello, y, segundo, de someter a escarnio el voto de la gente que lo puso en su curul asambleísta. Tan irresponsable es en un político abandonar la fe que se le deposita, como maltratarla.
Porque hay que dudar, caballeros, que tal bochorno sea para lo cual una parte del país los eligió como diputados. No es posible creer que un significativo cúmulo de sufragantes venezolanos haya votado para eso, para ver venir a sus gallos con el cuento de la reiteración errónea del pasado, para la incomprensión del cambio histórico, de la evolución de los procesos sociales (nacionales y mundiales), para la malcriadez y ridiculización de la inteligencia opositora, como si se hubiera depositado una confianza política en un niño, y niño terco y petulante. No parece nada estimulante ─ni más brillante─ oír soltar razonamientos políticos que nos dicen que el dinero es de mala utilidad si no se deposita en bolsillo propio (en el de la oposición), como dejó sentado el diputado Julio Borges. Semejante infortunio del raciocinio político, de la tozudez y torpeza lógicas, tiene que desencantar a fondo a la gente que apoyó semejante cerebro, y no tendría nada de extraño que algún sufragante ─infantil también─ albergase deseos de tener una maquinita para retroceder el tiempo y poder así retirar su voto.
De modo que no es posible, ante tantos signos, no ver el cielo presagiar tormentas, aunque tontas tormentas, si es posible la expresión, porque con el talante con el que se presenta la mesa opositora (MUD) tal pareciera que habría que vérselas más con un carajito malcriado ─meándose en la sala─ que con granizo procedente del cielo. Más de lo mismo, que es como decir gato por liebre para un electorado que esperaba cambios, posiciones más constructivas; o como decir pasado por presente, si nos ponemos a evaluar las posición de los diputados opositores. Demás está decir que las expectativas de este atónito escribidor se fueron al demonio, como podrían verse alejar las ilusiones en unos tristes barquitos de papel sobre una ciénaga.
No es nada alentador saber a ciencia cierta que un grupo de políticos pervierte la confianza depositada en su haber por los electores, mucho menos si se dispone a seguir como si nada con el destructivo cuento golpista de siempre, es decir, a no remendar, a venir a acusar a los demás por sus propios errores, a engañar y hasta a venir a hacer acto de depredación burlesca de la inteligencia del prójimo. Usa la dirigencia opositora venezolana la fe política de su electorado para sus fines personalísimos, y no se da el hecho a la inversa; y esa confirmación, como un despecho, como burla abierta a la razón humana, vuelve detritus cualquier expectativa política, tal cual si te bebieras un vaso de lodo para apreciar el sabor de las promesas y esperanzas. Tal fue la situación de mis expectativas.
Oscar J. Camero
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