Vivo en Santiago
"yo iré a Santiago de Cuba…" (Compay Segundo)
Para este ávido trotamundos que en homenaje y reproche a un anciano santiaguero aporrea las teclas del ordenador -con voluntad de recuperar por una vez y sin que sirva de precedente al viejo articulista que antaño fue- hablar de Cuba era, hasta hace unos meses, hablar de La Habana, de la Ciudad de Las Mil Columnas, de la perla mestiza del Caribe, de su arquitectura colonial y de sus patios andaluces, de las fachadas que agonizan su derroche de barroco empalagoso y de los tropezones que aún malviven de neoclasicismo, del antiguo burdel del Vecino del Norte convertido en sueño de nuevo mundo que comienza tristemente a disiparse, de ciudad muerta tan llena de vida durante el día, de metrópolis de vida tan cargada de olores, de ritmos y de sabores al caer la noche, de atardecer en El Malecón, de amanecer desde La Cabaña.
Para mi hablar de Cuba era hablar de la Revolución, de “lo que pudo haber sido y no fue”, de lo que “sin llegar a ser del todo, al menos a algo nos supo”, de un pueblo capaz de liberarse de la tiranía, de superar embargos, ataques mercenarios y subvencionado terrorismo y ahora empecinado en mantener un camino sin rumbo; era hablar de mística revolucionaria convertida en souvenir para turistas burgueses, del limbo de las jineteras y de los policías, de los mojitos en La Bodeguita del Medio y los daiquiris en El Floridita.
Pero llegué a Santiago, Capital de la provincia de Oriente, origen, salto y seña de la Revolución, paraíso de la arquitectura colonial más decadente, ventana permanente a inacabables tejados rojos desde empinadas calles, templo del mestizaje donde la mulata y el mulato adquieren casi la belleza de los dioses y cuna del son felizmente recuperado para el mundo capitalista gracias a la vejez tardía de Compay Segundo.
Y allí fue donde, por casualidades del destino (o tal vez debiera escribir causalidades ya que el destino –pienso- lo vamos forjando a golpes de hechos y de anhelos) conocí a Vivo, cuyo nombre auténtico era Américo pero que, de tan poco usado, casi acabó olvidando, octogenario santiaguero de ciento ochenta y cinco centímetros ya curvados, antiguo mayor del Puerto de Santiago, hombre blanco de ojos azules profundos y límpidos, acaso los ojos más azules que jamás hayan existido, anciano de sonrisa fácil y sincera, de plática generosa, de manos finas y dedos largos como los de un pianista… Vivo era hombre sabedor de una vida de pronta caducidad que tampoco parecía importarle; es más, creo que casi nada podía importarle ya demasiado. Había vivido tanto, había soñado tanto, había creído tanto que al igual que se le escapaba a borbotones la vida, perdió los sueños a manos de pesadillas y fue dejando morir las creencias a duros golpes de frustraciones. Seguía cabreándose cuando, ya sin ningún miedo, hablaba de política maldiciendo al Tío Sam que al modelo fascista de George Bush seguía imponiendo su voluntad en el mundo y no reprimía tampoco (a su edad nada había ya que temer ni que autocensurar) su reproche asqueado a quienes habían robado la ilusión del pueblo cubano, corrompiendo su fe y secuestrando su esperanza. Pero ya nada le preocupaba gran cosa. Sólo saber bien a la familia, a su única familia, a la nieta negra como el carbón que tras haber criado vio crecer hasta convertirse en mujer, con la que saboreó cada calificación excelente de esa carrera de medicina que pudo estudiar gracias a que hombres, como él, habían hecho la Revolución, la que se especializó en Ginecología y Obstetricia y trabajó en el Hospital Materno Sur Mariana Grajales de su Santiago, la que un buen día casose con un carnicero español y emigró al otro lado del Charco buscando las oportunidades que merecía y que la Isla le negaba, y que le dejó, tras su marcha, sólo en la vida, sólo en los sueños, sólo en un mundo que giraba, acaso exclusivamente, en torno a Ella.
Vivo transmitía paz y derrochaba melancolía, su soledad acompañada parecía limitarse a una cuenta atrás, a un ir tachando los días del calendario, a un caminar sereno y decidido hacia la muerte, sin prisa pero sin pausa, como diría Machado “ligero de equipaje” (en su caso, como en el de casi todos los cubanos, ligerísimo de equipaje) “a lomos de mula vieja”…
Recuerdo que mi llegada a su casa en la calle Gasómetro 263 fue algo parecido a la llegada de los americanos en la película de Berlanga “Bienvenido Mister Marsall”, todos los vecinos se arremolinaban alrededor de los recién llegados, algo normal en un lugar donde casi nunca pasa nada. La calle larga, muy larga, en penumbra, las fachadas desconchadas y ya sin color de las humildes casas, nada tenía que ver con nuestra concepción de una calle, con la imagen de las casas de nuestro poderoso mundo capitalista pero, a decir verdad, tampoco tenía nada que ver con las calles que conocí en los barrios pobres de Santo Domingo, ni con las chabolas que fotografié en las fabelas de Natal en Brasil.
Dos veces estuve con Vivo y en amabas me cautivó, me conquistó, me ganó para siempre. Sentado en su mecedora me tomaba la mano, se incorporaba y me besaba reiteradamente, con ternura, con esa sinceridad con la que sólo pueden besarse dos hombres. Toda su obsesión era tener noticias de su nieta “allá en España”, de cómo le había ido la vida desde que se separó del “asqueroso carnicero”, de cómo era su trabajo, de quiénes eran sus amigos, de cómo era su consulta, de si había homologado ya su título de Ginecóloga, del color de su carro, de cómo era su casa… con una obsesión plomiza con la longitud de la fachada de la casa de su nieta en España, algo así como si cifrara el bienestar de su Negrita en los metros de ancho que ocupara su vivienda.
Quedé que le escribiría, a mi vuelta, y que le enviaría el reportaje de fotos que le hice pero nuestras prisas capitalistas, nuestras urgencias occidentales que tan mal se llevan con la tranquilidad caribeña hizo que no me diera tiempo a cumplir mi promesa.
Hoy me ha llamado su Nieta y me ha dicho con voz Clara: “Vivo ha muerto”.
Y no he podido hacer otra cosa que sentarme ante el ordenador y, con lágrimas en los ojos, dedicarle este Réquiem mientras recuerdo los versos que Mario Benedetti compuso para el Che:
“donde estés,
si es que estás,
si estás llegando,
será una pena que no exista Dios,
pero habrá otros,
claro que habrá otros dignos de recibirte…
Comandante”
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