La pesca no es para mí
Siempre he pensado que cada persona tiene un don que le hace ser muy bueno en algo, si ese don decide desarrollarlo, las circunstancias e incluso, la misma Naturaleza se unen para que ese desarrollo llegue a lo más alto. Lo contrario también es cierto. Si te empeñas en hacer algo para lo que no estás dotado, te saldrá mal por muy buena voluntad que le pongas. Contaré un ejemplo de lo que a mí me ocurrió.
No he sido nunca amante del deporte, no me gusta el fútbol, me aburre el tenis, nado como una piedra y así un largo etc. Un día me puse a pensar que algo debía hacer. ¿Qué deporte podría practicar yo? Soy pacífico, más pasivo que activo, me gusta estar sentado viendo crecer la hierba y escuchar el trino de los pájaros con un libro entre las manos. ¿Qué podría hacer? ¡¡La pesca!! Ese es mi deporte, estaría sentado largas horas oyendo el rumor del agua.
Me puse manos a la obra, adquirí alguna formación, conseguí una licencia e hice que, por mi cumpleaños, me regalasen un equipo completo.
Aquel año repartimos las vacaciones entre la playa y la montaña. Primero fuimos a Valdelagrana, Cádiz. El primer día por la tarde fuimos a pescar, el éxito fue rotundo. Conseguí algunos peces, que allí llaman mojarras y se pueden comer, que sirvieron como complemento a la cena de aquella noche. El éxito se repitió los días siguientes. Como me sentía bastante seguro el último día opté por probar otra modalidad de pesca, utilizando un plomo en lugar de la boya. Nunca debí hacerlo. Al lanzar el anzuelo con el plomo, oí un chasquido, mientras anzuelo y plomo volaban unos 20 o 30 metros hasta caer al agua haciendo un ¡plop!, que todavía oigo. Sin embargo, no le di mayor importancia, ni barrunté que el suceso era una premonición de lo que vendría después.
De la playa nos fuimos al pueblo de mi madre. Es un pueblo situado en la provincia de León, en las estribaciones de la Cordillera Cantábrica. Cerca de nuestra casa vivía un primo lejano que era un veterano pescador. Al poco de llegar, hablamos de mi naciente afición y quedamos en ir a pescar al día siguiente, al pantano del Porma.
Me levanté temprano, tempranísimo. Incluí en el equipo un termo con café, pues probablemente haría frío y una taza de café caliente siempre viene bien. Todavía era noche cerrada cuando llegamos al pantano. El lugar donde fuimos estaba ya ocupado con 5 o 6 pescadores, que a nuestro saludo, contestaron en voz baja. Nos pusimos en nuestros sitios, lanzamos los anzuelos y esperamos. Pasó el tiempo. Se oía algún comentario, como que ya era pasada la temporada, que ya era una hora tardía, comentarios que justificaban el que nadie hubiese pescado nada. Clareaba ya, cuando mi caña se agitó violentamente. Rápidamente tiré de ella, al mismo tiempo que recogía sedal con el carrete. Estando en esta faena me encuentro con el manubrio del carrete en la mano desenroscado del mismo. Traté de colocarlo de nuevo, pero ya era tarde, el pez se había escapado. De esta operación se debieron dar cuenta todos, pues se oyó un murmullo y uno, más socarrón que los demás, exclamó en voz alta: ”Para uno que pesca, lo deja escapar”. Estuvimos un rato más aguantando el tipo y nos marchamos.
A los pocos días repetimos la aventura. Misma operación. Nos levantamos tempranísimo, llegamos, saludamos, ocupamos nuestros sitios, lanzamos los anzuelos y esperamos. Estando en esto, observo que el sedal de mi caña, en lugar de estar tirante, empieza a plegarse sobre sí mismo haciendo unos extraños bucles. Tiro de la caña para ver si estirando el sedal desaparecen los bucles. Así es durante un instante, pero de nuevo aparecen, esta vez con más intensidad. Suelto sedal y nada. Recojo sedal y consigo que los bucles se enreden con las anillas de la caña, con lo que todo se queda atascado. Mi primo se da cuenta, deja su caña y trata de ayudarme. No conseguimos nada por lo que optamos por marcharnos. Las risas no se oían pero se sentían.
Pasé toda la tarde de ese día desenredando la caña. Cuando ya se ponía el sol estaba lista de nuevo.
Otro día, mi primo me propuso ir de nuevo a pescar, pero esta vez no iríamos al pantano sino al río Esla. Pensé que para él dos días de hacer el ridículo en el mismo sitio ya eran suficientes. Acordamos el día y la hora, que no sería tan temprana como para ir al pantano.
Llegada la fecha, marchamos para allá. Como todos los ríos de montaña, el Esla es rápido, no muy ancho, con abundancia de chopos y espinos en sus márgenes. La especialidad de mi primo son las truchas, por lo que vino preparado para ello. Yo me quedé en un remanso, mientras él se metía en el río. Afortunadamente no había nadie por los alrededores. Tan sólo unas vacas pastando en un prado cercano.
Una vez instalado, lanzo mi caña, quizás con mayor energía de la debida, pues el anzuelo se queda enredado en una rama de un árbol de la otra orilla. Allí me quedé en otra situación ridícula. Afortunadamente mi primo estaba de espaldas, en medio del río, absorto con sus truchas. Empiezo a tirar, el sedal no cede, pero la rama si que llega hasta el río. En una de estas mi primo se vuelve y me saluda con la mano, yo disimulo y le contesto al saludo. El anzuelo no se suelta, así que opto por cortar el sedal con una navajita que llevaba. Ni se me ocurre montar otro anzuelo. Decido hacer lo mejor sé hacer, es decir, quedarme sentado viendo crecer la hierba, escuchando los pájaros y oyendo el rumor del agua, mientras me alivio del calor del mediodía con pequeño ventilador de bolsilo.
Así estuve toda la mañana, mientras tanto, mi primo pescó un montón de truchas. Como yo no había pescado nada me dio la mitad, que nos sirvieron para la cena de esa noche.
Las vacaciones acabaron a los pocos días, el equipo de pesca fue envuelto debidamente y colocado en el altillo de un armario donde debe estar todavía, treinta años después de estos sucesos.






































Registro automático