La niña de las gelatinas
Doña Gertrudis falleció en mis brazos el mero día de las elecciones. Ese domingo por la mañana me di una escapada de la residencia para ancianos y por primera vez en mi vida fui a votar nomás porque mis hijos y mi marido me habían convencido.
-Ándale, mamá, ve a votar, va a estar bien interesante a ver quién gana la presidencia porque hay dos mujeres compitiendo por la Silla del Águila- me decía mi hija Elena que recién había cumplido los 18 y era presidenta de la casilla.
Por la tarde, cuando regresé al asilo, de inmediato fui a la habitación de Doña Gertrudis para darle su medicina pero la encontré profundamente dormida. Ella había ingresado a la residencia hacía ya varios años, después de enviudar del ingeniero Medina, pues padecía Alzheimer por su avanzada edad. Dado que no tuvieron hijos yo le había tomado un afecto especial.
Recuerdo que todas las tardes ella abría sus viejos álbumes de fotos donde veía al ingeniero que era el único al que lograba reconocer. Con las yemas de los dedos y en silencio delineaba el rostro de su marido plasmado en las imágenes como si a través de ese tacto pudiera revivir los momentos felices de tiempos idos.
Después la llevaba al salón principal de la residencia para que en compañía de otros adultos mayores se entretuviera viendo la televisión, que en esos momentos estaba llena de programas sobre las campañas. Para ser honesta, a mí nunca me ha interesado la política y por mi trabajo en la residencia no había tenido tiempo de ver quien se estaba promoviendo para ocupar algún puesto de elección.
Uno que otro residente se interesaba en lo que ocurría en la política, pero Doña Gertrudis, como si estuviera hipnotizada y entendiera de lo que allí se hablaba, veía absorta las imágenes de las candidatas en la televisión. Después de un rato la llevaba de nuevo a su recámara para que descansara.
Pocos días antes de morir, cada que abría su álbum, comenzó a tener una fijación por una fotografía en especial:
-¿Cómo se llamaba la niña? –me preguntó con voz apenas audible y temblorosa pero que me resultó con una lucidez inusitada.
-¿Cuál niña?- le respondí sorprendida por ese momento de coherencia pocas veces visto.
-Ésta, la de la charola con las gelatinas- dijo la señora señalándola con el dedo.
En la amarillenta imagen, que fue tomada en blanco y negro, aparecía el matrimonio junto con una menor posando al frente de las puertas de un panteón. Aun cuando la pequeña de unos ocho años, de figura frágil y diminuta, iba descalza y con la ropa luida y deshilachada, su sonrisa franca y alegre iluminaba la totalidad del pequeño recuadro. Estaba flanqueada por ambos adultos, sosteniendo con las manos, a la altura de la cintura, su charola de gelatinas.
-¿Cómo se llamaba la niña?- Doña Gertrudis me preguntaba una y otra vez todas las tardes y con cierta lucidez y claridad recordaba algunos pasajes que la pequeña les contó:
-No recuerdo su nombre pero la conocimos mi marido y yo en el panteón de un pueblo de aquí de Hidalgo. Ese día, la niña le había llevado flores a su abuela quien tenía ya varios años de muerta y al salir, cuando nos vio, nos ofreció sus gelatinas. Comenzamos a platicar con ella y nos contó la triste historia de la muerte de la abuela, tumbada en el piso de tierra sobre un petate, agonizando por varios días porque su miseria no les permitió acudir por ayuda médica. Nos hablaba de su madre a quien quería mucho y a la que le ayudaba con la preparación de las gelatinas, pero también con la de tamales que vendían en el centro del pueblo. La madre sufría mucha violencia de su marido alcohólico. También, con mucho ánimo, nos decía que quería estudiar la secundaria y que con frecuencia iba a la montaña para pedir por sus seres queridos. La dejamos de ver hace mucho tiempo. Lo último que supimos de ella fue que se había ido a estudiar a la ciudad.
Así transcurrieron los últimos días de Doña Gertrudis en los que yo, asombrada, veía ciertos avances en sus recuerdos y en su memoria. Sin embargo, esos momentos de pasajera coherencia pronto eran anulados por los efectos de su avanzada enfermedad que la hacían volver a su postración habitual.
El domingo de la elección por la noche, mientras yo cuidaba de la señora, se escuchó una algarabía que venía del salón principal de la residencia. Los gritos de todo el personal eran de tal magnitud que me obligaron a dejar por un momento sola a Doña Gertrudis para ver qué pasaba. Al llegar a la sala, las enfermeras y los médicos estaban arremolinados, dando alaridos y abrazándose, en torno al televisor festejando los resultados con los que la candidata había resultado ganadora. Los gritos y el llanto de felicidad de mi compañera Amalia no le impidieron para que emocionada me dijera:
-Tenemos a la primera presidenta de México- y me abrazó dándome tremenda zarandeada.
La noticia me produjo cierto interés puesto que yo había votado por esa candidata y me quedé por unos minutos allí atentamente escuchando lo que un locutor contaba sobre la biografía de la nueva presidenta. La información que se daba sobre la vida y la trayectoria del personaje, de cómo había salido de la pobreza y había logrado el éxito como profesional, empresaria y política me dejó pensativa, pero no quise dejar por mucho tiempo sola a Doña Gertrudis y regresé a su habitación para ver cómo estaba. Cuando entré vi que respiraba con dificultad y me apresuré a suministrarle su medicamento pero ella me señaló con su mano que me sentara a su lado. Lo hice en la orilla de la cama, pasé mi brazo sobre su hombro y me dijo con voz muy bajita y pausada:
-Xóchitl… la niña de las gelatinas… se llamaba Xóchitl- ésas serían las últimas palabras y el aliento final de doña Gertrudis.
Con una gran tristeza pero mezclada con un dejo de sincera alegría, cerré sus ojos, le di un beso en la frente y le susurré al oído:
-No, Doña Gertrudis, no se llamaba Xóchitl, se llama todavía.
Ricardo Rincón Huarota
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