Salí a la terraza para ver el castillo de arena. Es como una postal de un cuento de hadas que mi boda en la playa sea completamente de arena. Así que, baje los escalones saludando a los invitados que estaban ya sentados en las pequeñas banquitas hechas de arena. Muchos pensaron que les sonreía a ellos, pero me daba risa como paso a paso sentía en mis pies descalzos como se desmoronaban las baldosas. Cruce el inmenso arco de arena rumbo al altar. Me detuve junto al pedestal de arena a esperarlo. Mire la decoracion bodas.
Por fin llego él, mi novio, mi futuro esposo, tan galán vestido en una camisa de seda blanca, y tan apropiado para una boda en la playa. No recuerdo la ceremonia, ni al padre hablando, ni cuándo nos paramos y nos sentamos. Pero lo que sí recuerdo es el atardecer anaranjado, el sonido de las gaviotas a lo lejos y el olor de la brisa del mar.
Recuerdo que las olas poco a poco se comían las construcciones de arena, el pedestal, las banquitas de arena, el arco y las escaleras. Para el final de la ceremonia solo quedábamos él y yo, con el mar mojando de caricias nuestros tobillos; él decía “sí, acepto" y yo contestando “sí, acepto”.
En la fiesta las mesas y sillas eran arena, al igual que la pista de baile, y los niños se divertían destrozando el inmobiliario, y de vez en cuando a un familiar se le desmoronaba la silla. Cortamos un pastel de arena, lo repartimos a los invitados para que nos lo arrogaran al final. Pensándolo bien no fue tan práctico que los invitados de la boda en la playa nos arrojaran puños de arena mojada en vez de arroz; pero nos reímos tanto ese día, que valió la pena.