Cuando llegué a la oficina pensé que era un gendarme, hasta creí que era lesbiana pero cuando la vi trabajar dije ¡oh cielos, es una maquina!, pero después de platicar con ella supe que era una flor.
Así era Margarita mi amiga, extrovertida y tenaz. La acompañé en sus múltiples facetas como mujer, madre, amiga y esposa en sus 3 matrimonios. Con un maravilloso sentido del humor, experta en su trabajo y en ocasiones, distraída, siempre lograba ser amiga de todo el que la conocía. Un día caluroso nos encontramos quejándonos de la ropa, pegajosa y ajustada, era lo peor; nos sentíamos patacones, sentíamos el sobrepeso de los eternos días sentados frente al escritorio en la oficina; le recomendé unas pastillas que yo tomaba para bajar de peso, bueno más que nada eran para activar la digestión; gustosa las tomó y decidió adoptarlas como terapia, así, si no bajaba de peso por lo menos se sentía menos culpable al comer sus acostumbrados postres vespertinos, que compartía conmigo únicamente cuando ya no podía comer ni uno más.
Comenzó con su terapia psicotrópica, a los pocos días logró ver los primeros resultados, se le metió la idea de volver a la talla de su primer vestido de novia, talla 7. Así comenzó a marchitarse mi amiga flor. Cada día era más esbelta pero también más pálida; cada día estaba más obsesionada y más emocionada. Día con día su sonrisa se iba haciendo opaca. Orgullosa me decía mientras se miraba en el espejo, sé me marcan los huesos, mira, tócame, o me preguntaba ¿ya viste cómo me queda la ropa, verdad que ya bajé muchísimo? Dejó de comer postres conmigo, dejó de ir a trabajar, dejó de sonreír a causa de mu muerte lenta, sí, mi amiga Margarita dejó de existir. Nunca más tomé esas pastillas, nunca más volví a pensar en mi apariencia ni en la de los demás, entendí la importancia de la personalidad y distinguí el valor de la compañía.