Todo pasa por algo

Todo pasa por algo

“Todo pasa por algo” conocidísima y hasta trillada frase, todo, pasa, por, algo.

A mi me dan escalofríos cuando pienso que un chico de 27 años (dos años mayor que yo, ganó un concurso en la lejanísima ciudad de Bologna, Italia, para tener los fondos para venir a Latinoamérica a realizar un documental sobre temas de tratados entre estados americanos; me parece curiosísimo que este chico de 27 años tuviera, para empezar, el interés puesto en Latinoamérica, no solo en Latinoamérica, puesto en México, no solo en México, en Chiapas particularmente y yo no tengo nada que ver con Chiapas, pero en simultáneo que este Italiano ganaba fondos para la realización de su singular audiovisual, yo conocía a la mujer que estaba enamorada de él en ese entonces, él  le correspondía por lo que comprendo y por lo que recuerdo, asi que me conoció a mi y a mis amigos “nuevos empresarios” y vio en nosotros el medio perfecto para redactar una carta invitando al extranjero a venir al país y de paso nos comprometió para que fuéramos el equipo de trabajo del desconocido.

… Unos meses después yo y el italiano en el pasillo de un súper, intentábamos entendernos para traducir que demonios era Capperi en la zona de enlatados… difícil hacer súper en otro idioma, afortunadamente el italiano no era ciego y logramos con éxito comprar lo que necesitaba para hacer una italianísima cena… por su puesto no sin antes morir de la risa porque las alcaparras estaban en nuestras narices y ninguno de los dos las veíamos, el capperi nos mordía la punta de la nariz y él hizo un comiquísimo espectáculo que asustó a mis conservadores y aburridísimos paisanos. Esa fue la primera tarde que pasé con ese hermoso (en todos sentidos) ser, nos hicimos tan amigos que a la novia le resultó incómodo y sus sonrisas hacia mi se volvieron mustias.

Uno año después, con el documental sin terminar, la novia (entonces ex novia) tocó a la puerta de casa de mi madre, para dejar al mismo personaje, enfundado en traje arrugado y con unas flores marchitas en la mano, su mirada de ojos  azules estaba más marchita, ella dijo “Ahí te lo encargo” empujó la maleta hacia mi cochera y yo le di un abrazo sorprendido y triste al que llevaba irónicamente por nombre Felice, aquella entonces ya lejana y divertida tarde, me confesó que la traducción al español de su nombre y apellido significaba “mini molusco feliz” me mató de la ternura en ese auto, él seguía el ritmo de una canción de trova que le encantaba, yo conducía dándome cuenta de que llevaba conmigo en el coche a un azar del destino o a un re-encuentro afortunado.

Entramos a mi casa con su maleta, me dio las flores, las tiré al bote de basura azul y lo tapé, él solo dijo “vine así –vestido- desde Italia para decirle que se fuera conmigo, dice que se va a casar, y no conmigo” su corazón estaba hecho pedazos y en su infinito dolor, al notar una mínima confusión en la chica que repartía italianos a domicilio, él le dijo que le daría una semana para pensarlo, que ya le había conseguido el trabajo de sus sueños allá, que le tenía un departamento para ella sola, que le proponía estar allá teniendo una vida ella y si se adaptaba se quedaban… si no, él renunciaba a su amadísimo país para venirse con ella a vivir donde ella decidiera, todo parecía indicar que esta propuesta había sido hecha demasiado tarde, después de los rechazos de él y de su partida, la chica decidió suplirlo aunque fuera con un tipo con el que no compartía ninguna pasión, aburrido y mayor que él. Felice no se tragaba esa felicidad de plástico reciclable. Se fue conmigo, o más bien nos fuimos él, su depresión y yo, al Caribe, donde yo vivía entonces y, ni siquiera el agua turquesa y la mariguana le curó el mal de amor, cuando caminábamos cortando el calor de la noche, lo único que hacía era maldecir en italiano y patear una tapa rosca de refresco, me exasperó, lo confieso, se lo hice saber, al día siguiente nos reconciliamos, 8 días después voló de vuelta a Italia, solo y vestido en sus comunes y típicos jeans rotos y en playera, portando el personaje que era originalmente: un diseñador, un creativo al que le gustaba salir en la noche a grafitear, con su perfeccionismo, paredes ilegalmente, dejar una marca anónima y hermosa. Lo despedí como siempre, con lágrimas mientras él desde el autobús me hacía gestos de nuestro saludo particular, me hacía reír.

15 días después en la casa de mi madre otra vez, durmiendo en la sala, pues también volví demasiado tarde y me volví huésped, me despertó ella sentándose sutil y asustada en mi colchoneta en el suelo, volteé a mirarla y su rostro me sorprendió a pesar de mi somnolencia.

-Tengo que decirte algo, llamó Cecilia.

La entrega italianos a domicilio, de inmediato supe que algo no estaba bien y el pánico me congeló las articulaciones y los hombros, quise gritarle furiosa que por qué no me decía rápido lo que tenía que decirme y entonces creo que entendió, porque sin esperar más, dijo:

-Es Felice, tuvo un accidente, lo atropellaron, está muy mal, en coma.

Pocas veces he sentido como si tantos cubos de hielo cayeran desde el cielo golpeando mi alma. “Todo pasa ¿por algo?” lamenté tanto no tener dinero… la imposibilidad de tomar un avión que en 15 horas me hiciera estar mirándolo, hablándole a ese cuerpo que estuvo sin movimiento durante  meses y que, cuando despertó, su habitante sorprendido por darse cuenta que sus padres vivían ya en su ciudad, se dio cuenta que había pasado más de 17 semanas en la inconsciencia y sobre todo se dio cuenta que no podía caminar ni mover todo un costado de su cuerpo. Llamaba y con mi pésimo y malformado italiano le hacía saber a su madre quién era yo, le pedía que le pusiera la bocina en el oído, me mordía las lágrimas y apretaba los labios para hablarle sin llanto, dos minutos después escuchaba un “grazzie” emotivo y conmovido y mi “prego signora” me dejaba con imaginarios de habitación blanca de hospital, de olor a medicamento, de sonido de apartos, de enfermera saliendo con charola, de él con su barba crecida, nos despedíamos con un silencio de dolor compartido que podía mucho más que la diferencia de idioma.

No recuerdo cómo me enteré que había despertado, sí recuerdo que seguir el proceso de lejos se me volvió costumbre, tanto como a mis abuelos y a mi madre preguntarme en la comida por él, preguntarme cuándo fue la última vez que había llamado a Italia y siempre al final mi mamá diciéndome que podía llamar cuantas veces quisiera. Tres días antes del accidente habíamos hablado y el tema de los 20 minutos de larga distancia fue invariablemente Cecilia, ella, la recién casada, la nueva norteña que se había mudado a Sonora con su plano y flamante esposo. Cuando él despertó lo primero que pidió fue verla… y a mi eso me partió el alma, y al parecer, de inicio, a ella también, pues tomó el primer vuelo a Bologna y estuvo más de tres semanas, iba al hospital y consolaba al enfermo, por la noche, salía con los amigos del recién despierto y vivía la vita loca. Locas también fueron mis ganas de arrancarle los ojos, aquel en profunda depresión por su actual e infortunado estado y aquella aprovechando cada centavo que le costó el vuelo.  Volvió, no se cuándo, no me acuerdo cómo, pero al parecer cuando él salió del ya familiar hospital, engendró tanto resentimiento hacia la mexicana que decidió borrarla a base de –más- maldiciones italianas, o al menos, era lo que él se proponía. Yo volvía a llamar de larga distancia, volvía a contestarme la madre, ahora ya en el departamento de él, y volvía a comunicarme, tuvimos sólo 3 ó 4 charlas, su voz era lenta, me parece que no se daba cuenta de esto, me acostumbré de a poco, a no interrumpirlo, a conocer sus pausas que en realidad no lo eran, me acostumbré a su, cada vez más malo, español y en algún momento empecé a dudar que lo entendía tan claramente como antes, pero cuando una tarde mía, una noche de él, me dijo “tienes que venire qui” entendí una vez más que el idioma no era obstáculo entre él y yo.

Por estos días, en unas semanas, harán ya seis años de aquella tarde que nos despedimos en el Caribe, de aquella noche pateando tapa roscas en la calle camino a mi casa, del último chiste del cual nos reímos a carcajadas juntos.

Le he llorado tanto como he reído con él y gracias a él, pasamos no más de 7 semanas acumuladas juntos, mucho más ha sido el tiempo que no hemos tenido contacto, mucho más han sido los giros que han dado nuestras distintas vidas, nada de esto es capaz de cambiar el amor que tengo para él en mi corazón, las fuerzas que acumulan mis brazos para abrazarlo la próxima vez que lo vea, las ganas que tengo de recordar aquellos chistes espontáneos.

“Por algo” la verdad, todavía mi razón no sabe por qué, mi corazón sinceramente no necesita ninguna explicación.

V. www.brahmavadini.wordpress.com

¿para qué el teatro?

Todo pasa por algo

Irse

Hay días

Sé el primero en Comentar

Recibir un email cuando alguien contesta a mi comentario