Encontré un trabajo de repartidor en una imprenta, generalmente repartía volantes por millar o lonas de gran formato, pero un día que me encargaron repartir todas y cada una de las invitaciones de boda de los Garrido-González.
Al principio me molestó, esto iba a requerir mucho tiempo, recorrer largas distancias, peinar la ciudad, pero la idea de pensar que nada puede ser peor que repartir pizzas me animó un poco, así que me di a la tarea de ejecutar un diagrama basándome en la guía roji para ahorrar lo más posible en tiempo y distancia. El lunes, primer día de reparto, comencé con las colonias mas alejadas, entré por la calle de los Abedules, zona con casas de fachadas prominentes y llamativas.
Timbré en la casa #4599, me abrió una hermosa mujer. –¿Srita. Múzquiz del Valle? –Sí, soy yo. Me sonrió, yo palidecí. Con todas mis fuerzas deseé que el tiempo se distendiera lo suficiente como para estar juntos una eternidad, o por lo menos una vida. Sus ojos verdes, su piel morena, sus veintitantos, no podía dejar de mirarla. –Sí, dígame. Me quedé mudo. Sin dejar de mirarla extendí la invitación con su nombre en tinta plata.
Mi pensamiento repetía una y otra vez Ana Múzquiz, Ana Múzquiz y la Srita Múzquiz prácticamente tuvo que arrancarme la invitación de la mano diciendo un gracias muy despectivo y cerrándome la puerta en la cara. Yo me quedé de pie unos instantes más oliendo lo que quedaba de su perfume. Regresé a mi moto, envuelto en una nube, había conocido a la mujer de mi vida, maneje con inercia hacia la siguiente dirección pensando en Ana, mi dulce Ana.
Llegue a la casa siguiente para entregar la invitación a la Srita. Galván. Cuando me abrieron la puerta me quedé pasmado, de nuevo palidecí, estaba viendo a la mujer de mi vida y con todas mis fuerzas deseé que el tiempo se distendiera lo suficiente como para estar juntos una eternidad.
