Ambos aspectos resultan ser fundamentales a la hora de probar el vino. Y es que por un lado, la apariencia del vino, es sin duda alguna, una parte esencial de su harmonía y una gran parte del placer de beberlo. Su belleza y color brillante inmediatamente nos incita a saborearlo. La impresión visual es por tanto, fuertemente prejudicial. El color nos revela un poco acerca de la calidad del sabor, y nos puede brindar pistas acerca de la variedad de la uva, su origen y edad. El brillo del vino nos brinda inmediatamente indicaciones de su salud y frescura. La claridad del vino, es sumamente importante también ya que siempre se espera que el vino sea claro y suele causar menos apetito si no lo es. En cualquier caso, lo que importa es desarrollar un sentido de lo que es apropiado para el tipo y la edad del respectivo vino, para así juzgar de manera pertinente. Por otro lado, el aroma en los vinos nos revela mucho acerca de su calidad. Los vinos más finos son aquellos ricos
en aroma. Los vinos pobres pasan automáticamente desapercibidos en este sentido y es precisamente nuestro sentido del olfato lo que logra hacer distinciones entre vinos. El aroma del vino nos revela mucho acerca de su identidad, su origen y su calidad previo a probarlo. El olfato es un preludio cerebral al a la gratificación carnal de nuestro paladar, logrando revivir memorias de gente, lugares, emociones y ocasiones. El más importante de nuestros sentidos a la hora de probar y beber el vino. Mucho de lo que describe el gusto es previamente revelado por el olfato.
A. Verástegui
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